Presentación de la Leyenda "Agua o Peseta"
Hablar de Cuenca, no es fácil, por eso es interesante hacer referencia
a uno de sus hijos, MANUEL MUÑOZ CUEVA, quien nació en 1895 y muere en 1976. Al
respecto el escritor Oswaldo Encalada Vásquez dice: ¨Es el punto inicial de la
narrativa de ficción en Azuay. Sus CUENTOS MORLACOS (1931) y muchos años más
tarde OTRA VEZ LA TIERRA MORLACA (1961) pintan a lo vivo la naturaleza y características del habitante azuayo: los
barrios de Cuenca, las panaderías, San Roque, la Cruz del Vado; los anejos y
aldeas cercanas a la pequeña ciudad; su típica religiosidad, con los pases del
niño (llamados ¨entregos¨) con sus priostes y sus chagrillos, donde se mezclan
flores de retama y las pequeñas rosas de las cercas; las bandas de pueblos, las
ferias y las fiestas pueblerinas llenas de colorido y movimiento. Pero también
está la tragedia del explotado, la superstición, las tradiciones¨.
AGUA O PESETA
-¡Y la sinvergüenza, la muy marrana, había de
ganarme el pleito! !...! Ah,
desvergonzada, ladrona!...
Y una adiposa tendera de germana corpulencia, sudorosa y
jadeante, avanza con paso de ánade hacia el centro de la ciudad, desde uno de
los juzgados de parroquia urbana. Viene de perder un pleito importante, tras
mil fracasados ajetreos, vanas caminatas y malogrados obsequios.
- ¡Ah! la… y suelta una palabrota, mientras se enjuga el
sudor con un descomunal pañuelo, de seda lacre, y se detiene a tomar resuello.
¡Pero no importa!...Yo le he de hacer un buen hecho… ¡Pero un
buen hecho!...
Y el rostro mestizo y picado de la enfurecida mujerona
aflójase con un gesto de dulzona ferocidad; y brilla en sus ojos bizcos el
relámpago de un propósito atroz.
Ya en casa, en la mediocre abacería, tiéndese en el estrado cubierto
de vistosas alfombritas nacionales, dolorosamente agobiada por amargos rencores
y punzante jaqueca.
- ¡Ah! ¡Los jueces salvajes y sin conciencia…! ¡Y ella!
¡Ella! Que sin duda los habrá sobornado con sus puercos atractivos… ¡Pintada,
corrompida, perra!... Pero yo le haré un buen hecho…
Por último la obsesión verdadera, la visión final, que
retorna ¡Su pequeña quinta, su cuadra, para siempre perdida!... ¡El embargo,
los pregones, la subasta!... ¡Toda la negra jauría del juicio ejecutivo!...
Y la rechonchona mujerona rompe en estentóreos sollozos.
¡Perdida para siempre su propiedad tan coqueta! ¡Su quinta en
San Roque! radiante de regadío, con su jardincillo medicinal y sus blondas
hortalizas, sus rígidas gladiolas y sus místicos romeros. ¡Y con sus claveles!
Sus claveles que, tras los tupidos setos de doradas tarallas, agachan sus
cabecitas escarlata, como jadeantes de risa, de color y de sol. ¡Su quinta en
San Roque! El Triana de Cuenca, barrió de las flores y los helechos y de los
alegres paseos domingueros. San Roque: donde ponen su esfumado brochazo los
sauces reales, de luminosa verdura, y su nota celeste los eucaliptos tiernos,
rebosantes de sabia azul. Y de allí del oloroso patiecillo –taller de su casa
habrá de separarse su hijo, el carpintero de grandiosos muebles de mercado…
- ¡Ah! La infame contraparte, la inicua gananciosa del
pleito… ¡Pero que aguarde, que aguarde!...
Y mientras la pobre tendera dormita el sopor del inmenso
contratiempo, la racha callejera se lleva, poco a poco, la harina teñida de
color, que se orea en la estera, a las puertas de la tienda. La teñida harina
de maíz para los polvos de carnaval.
Y amaneció el domingo de carnaval. Del carnaval cuencano de
no hace mucho tiempo.
El sol, como un rumboso padrino de la alegre fiesta, vertía a
torrentes su capillo de luz. Y la quieta ciudad, con sus casa blancas, sus
calles morenas, sus rojos tejados, su cielo turquí, parecía disfrazada con
listado dominó.
- ¡Domingo de carnaval!
Las gentes afanábanse en las puertas de los templos por
despachar el precepto de oír misa; y muchas beatas discreteaban en los atrios,
en ágil cuchicheo.
- ¡Dios quiera que en este carnaval no acontezca ninguna
desgracia!
Y mientras comenzaba
en animado trajín de familias invitadas por amistades y parentela, la
muchachería se instalaba en las esquinas para la tradicional explotación.
- ¡Agua o peseta!
Y nadie que no quisiese cargar con un chubasco de agua de las
acequias, podía dispensarse de erogar siquiera la cuarta parte de la peseta
rescatadora, solicitada a gritos agudos por la desarrapada granujería, armada de palanganas y platillos
despostillados, y militarizada bajo una grasienta banderilla nacional.
¡Agua o peseta!...
Y no había más pasaporte que para la gris escolta de
celadores, para los transeúntes eclesiásticos y para una que otra familia
encopetada. Lo que es a las hijas del pueblo, premeditada guerra sin cuartel,
para que los mozos más crecidos de la cuadrilla tuviesen el placer de verlas,
en apurados trances, revolcar entre la charca de la atajada acequia.
¡Agua o peseta!...
Y el estridente estribillo mézclase al ruido seco de
incontables cáscaras, cargadas de agua de ataco, que van chocar contra
cristales, paredes y cabezas. Y confúndese con las bocinas de los autos, que
discurren repletos de jugadores de barrios aristocráticos. Y aunase, en fin las
risotadas de los entusiastas, que derraman un paquete de polvo de color sobre
una femenina cabellera luciente, o embadurnen de colorines un rostro
primaveral.
Y, nota de más subido folklorismo de tiendas y zaguanes
humildes trasciende el tufillo de los manjares populares de circunstancia.
De repente asoman ebrios a caballo, en atropelladores
galopes, y aturde el porfiado pífano carnavalesco de los indios, que tornan a
los campos, teñidos los rostros con tintas de color.
El carnaval se va.
El martes, la bandera tricolor de los chicos de esquina aparece trocada por
una rotosa manta negra. El duelo de los rapaces, que, en el último día, agotan
su grosería callejera, para indemnizarse de los cuartos no atrapados
suficientemente en los dos días anteriores.
¡Agua o peseta!...
Y entonces en la rapiña declarada, si se trata de algún
pasante infeliz, especialmente.
Pero allí viene un entrego.
Un último cortejo de la temporada de misas de Niño.
Y la chiquillería se repliega reverente. Y bailan sus ojos a
los animados compases de la música noeliana del terruño.
La prioste de la misa lleva el Sagrado Niño sobre fina
bandeja, haciendo un pañuelo de seda el oficio de un paño humeral. Solemnes y
peripuestas comadres de barrio acompañan a la donosa prioste, que va entre
músicos agotados por la tuna de la Velación; revelando ella mismo en las ojeras
violadas las anteriores malas noches, las malas noches, no tan ordenadas, que
se consagran al Niño Dios. Y es de ver a la prioste contonearse, metida en su
fino bolsicón de paño verde, en su chal rosa de seda, en su rebozo luciente,
orlado de lentejuelas. Y sus pies, calzados de costosas botas claras, van
hollando el chagrillo, que arrojan las
enguantadas manos de pequeñinas vestidas de almidonados trajes blancos. Los
morenos párpados de la prioste van inclinados, y todo su rostro, engrietado de
la mal aplicada Crema de Perlas, parece engolosinado en un éxtasis de
misticismo y de ostentación.
La procesión avanza, con su acre perfume de pebeteros y su
comitiva de niños disfrazados de monjes, canónigos y arzobispos. La granujería
del ¡Agua o peseta! Se recoge devota
Pero al voltear la esquina, un hombronazo, metido en un
enorme poncho, y encasquetado un grasiento sombrero de fieltro, se lanza sobre
la prioste; y sacando de dentro del poncho una palanganita llena de vitriolo,
la arroja en un abrir y cerrar de ojos al rostro de la prioste:
- ¡Sucia!... para que sepas ganar pelitos… para que
vayas a preparar chumaladas para tus corrompidos amigos, en mi robada quinta de
San Roque…
Era la mujerona que había perdido el pleito. Había
aprovechado de su disfraz de hombre, y de la costumbre de echar agua, para su
horrible venganza. La prioste de Niño no era otra que su contraparte judicial.
Y mientras que en una cama de hospital el ácido
sulfúrico corroía para siempre el agraciado rostro de la prioste de Niño, la
vengativa mujerona, que había fugado hábilmente; retirada, por la noche, en
casa de una amiga, hacía el recuento de la jornada; y decía, mientras se
quitaba el disfraz de hombre:
-
¡¡Pero la hice…
la hice un buen hecho!!...